No soy una persona de multitudes, algo solitario se podría decir. Pero allí me encontraba un 23 de diciembre, por aquella avenida peatonal que parece interminable; sus adoquines ya desgastados y mugrientos hacen un contraste casi poético con los escaparates luminosos y decorados a la época. Más que una avenida parece un mar; un mar de personas que van de aquí para allá sin un rumbo claro, en una saturación de contacto humano casi repugnante. Cruza por mi mente una frase de la infancia, la voz de mi madre que dice: “Sólo en la orilla, usted no sabe nadar”.