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Un periodista en la última silla del banquete

Por: Diego Castillo Peláez

Once y media de la mañana. Algunos  rayos del sol seguían su camino por los banquillos de la capilla, otros en cambio se situaban sobre las mejillas de Beatriz.  No le importaba en lo absoluto que su rostro quedara expuesto al calor. La mujer de vestido azul estaba atenta a cada palabra del sacerdote. Fijaba su atención en los labios de aquel hombre que parecía camuflarse entre la uniformidad de la pared blanca del fondo de donde se encontraba con sus vestidos blancos;  El alba parecía sentarle muy bien. 

 

Dentro del  acogedor lugar sólo había siete personas. Cuatro mujeres azules estaban adelante. Sus vestidos religiosos encontraban el final hacia los talones. Las mujeres cerraban sus ojos al tiempo, y oraban al mismo tiempo sin la necesidad de comunicarse a través del habla. Todo parecía un plan ensayado con mucha anterioridad o posiblemente se trataba de telepatía, sin embargo sus voces se interpretaron al unísono.

 

Por otra parte, algunos miembros administrativos iban sentándose en los banquillos donde el sol todavía no había reposado. Algunos de estos espacios se encontraban disponibles, y los administrativos llegaban uno tras otro, de manera ordenada; como si se tratara de una fila o de una marcha de fuerzas militares. El lugar era una obra de arte pequeña que no tenía precio, pero significaba mucho para las personas que estaban allí.

Beatriz sostenía fuertemente su silla de ruedas con sus brazos desnudos; el escenario donde las venas se camuflaban con lunares. Tenía setenta años edad y su cabello dibujaba algunas canas que se confundían con el haz de luz que ahora se había posado sobre su cabeza.  A su lado se encontraba Araceli, su hija. Con los ojos cerrados ambas mujeres se oraban.  Al cabo de unos minutos, después del padre nuestro, pequeñas gotas se deslizaban sobre las mejillas de Beatriz y terminaban el recorrido en la comisura de sus labios. La mujer rompió en llanto y su hija le abrazó. Jamás existieron diccionarios para definir  completamente lo que ambas mujeres sentían en el momento. 

 

El sacerdote trataba de ocultar su impresión frente a la escena. Desvió su mirada sutilmente hacia el cáliz, lo tomó de la mesa tratando de continuar con la misa y  pronunció: “tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz  de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados”.

Al terminar sus palabras, bebió de la copa plateada y regresó su mirada sobre la madre y la hija. Para cuando las miradas se encontraron nuevamente, una de ellas ya había dejado de llorar. El sacerdote continuó el orden del día y las mujeres quedaron en el silencio. Al dar la comunión, Araceli llevó a su madre para recibirla juntas. El sacerdote se acercó a las dos mujeres y puso su mano sobre la de Beatriz,  posterior a ello, acompañó el gesto con una sonrisa que fue correspondida por madre e hija.

La misa terminó con los agradecimientos del sacerdote. Agradeció a los presentes por acompañar la eucaristía, pasó su mirada por cada uno de los presentes hasta terminar en el lugar donde se encontraban Beatriz y Araceli. Cuando se detuvo en ellas, agachó la cabeza y aunque sólo tardó un par de segundos, pareció detenerse el tiempo por completo apoyado por el silencio de los asistentes y el sacerdote. Volvió a levantar la cabeza, y respiró para pronunciar las siguientes palabras:“Oremos por el eterno descanso de José Luis, un hombre, un esposo, un padre de familia, un familiar de las dos mujeres que llevaba dos meses de fallecido.

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