​Una vida entre ruedas
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“Me levanto a las seis de la mañana, alisto mi mochilita con mis tarros y mi cuchara” ¿tarros? “sí, en uno echo el agua y en el otro la mazamorra, es mi pan de cada día, no me puede faltar, es lo que me da fuerzas”, lo dijo con tanta felicidad, que en su rostro se ponían sentir esas ganas de salir y poder disfrutar de eso que tanto anhela. Pero... es ahí cuando empieza el camino.
Baja los escalones sin temor, sin angustias, sin suspiros, y sigue sin miedos hacia su trabajo, “he trabajo cuidando carros por más de diez años. Desde los dos años en silla de ruedas, qué más podía hacer, yo estuve trabajando como agrónomo durante dos años en la hacienda el Reposón, de Don René; fui jardinero y también almacenista”. Lo miraba hablando y lo decía con tanto orgullo que podía oír los latidos de su corazón “yo he sido guerrero” y sí, lo gritaba su alma y en su mirada se reflejaba.
Pero no hay que negar que ha sido duro, con 80 años aún se ve joven, pero en sus rugosidades se nota el cansancio, el desespero y los golpes que la vida misma le ha regalado.
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-Tuve plata sumercé, y fui empresario
-¿Y qué clase de empresa tenía?
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Era dueño de una gasolinera, en ese entonces solo tomaba trago y lo hacía con mis trabajadores, prestaba plata y no me la pagaban, era un mujeriego”, acentó la cabeza, no fue de manera de arrepentimiento, pues no se sentía avergonzado de decirlo, simplemente él lo hizo porque sabía que pudo haber llegado muy lejos sin aquellas tentaciones.
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José Alberto es hijo de un coronel, ahora entiendo de dónde sacó tanta disciplina por lo que hace, desde pequeño lo aprendió: “Fui un niño normal, como cualquiera sumercé, nadé, monté bicicleta y hasta carro tuve”, se reía, era de esas risas picaras y de felicidad porque él sabía que era un hombre ágil y sabio. A pesar de tantos problemas, y más con su familia, José
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se mantiene firme “gracias a Dios yo me siento como el ángel del cielo, lo poco que gano me sirve para alguito, cualquier pesito, pero la gente es tacaña, no puedo creer que no tengan ni 200 pesitos”. Hay momentos buenos y malos, pero no hay día en que José Alberto no diga “buenos días sumercé, Dios lo bendiga” con una sonrisa tan grande que puede iluminar toda una mañana a pesar de estar gris.
Por: Antonella Gómez
Las calles rotas y sangrientas, ese era el primer y más grande obstáculo de José Alberto Orjuela. Sin importar nada, seguía, pero el camino se hacía más fuerte y cada vez que se acercaba a su destino, él se sentía más débil. Después de haber recorrido más de cuarenta minutos, por fin llega a su humilde morada, en Malabar, un hogar de colores tristes y ambiente furtivo. Observa las ocho escaleras. -suspira-, comienza a subir, cada escalón es un delirio, es un martirio, es un dolor, pero al final es un esfuerzo.
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Al entrar se siente un silencio profundo, una oscuridad tensa, solo lo conforman cuatro paredes y en ella una cama, un inodoro y un mesón de cocina, nada más. Es tan pequeño y frío, no había ventanas, pero aun así ventilaba, era la tranquilidad de llegar a su hogar después de un arduo día trabajo.