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LA CÁTEDRA DEL VAGABUNDO, COLUMNA DE OPINIÓN

FOTOGRAFÍAS TOMADAS DE EMOL

Gabo, los fantasmas y nosotros los suicidas

08/MAY/2019

Por: Juan Esteban Leguízamo

Vemos a los escritores como gente que ha bajado del Olimpo, como personas dotadas de una inspiración divina. Pero ni lo uno ni lo otro es verdad. Aquí un breve intento de explicar cómo esa gente consiguió una musa que le susurra al oído siempre, y cómo puede usted encontrar la suya. Continúe a riesgo de la infelicidad.

El escritor Gabriel García Márquez tuvo dentro de sí tres palabras que lo atormentaron siempre, pero no porque tuviese pulso de artista, sino todo lo contrario: llegó a ser el escritor que fue porque nunca olvidó esas tres palabras que lo jodieron bastante.

Cuando niño, no olvidó los recuerdos de guerra que su abuelo Nicolás Márquez le relataba sobre sus batallas a muerte en la Guerra de los Mil Días. Y los relatos pronto se volvieron memorias largas porque sus padres lo dejaron por siete años al cuidado del coronel Márquez que, como todo abuelo, no paró de contar la misma historia de siempre inflada por la distancia.

Una influencia similar y simultánea ocurrió con Tranquilina Iguarán, su abuela, que advertía siempre al pequeño Gabo de tropezar con alguna trampa de mal agüero, de esas que están listas y regadas por toda parte, al doblar una esquina o al acecho sobre una sombra, porque su abuela Tranquilina era supersticiosa: veía signos y sospechas en toda parte.

Sólo años después, cuando emprendería un viaje de aventura y estudios a Bogotá, muy lejos de su natal Aracataca, Gabriel se estrellaría con la soledad de una capital en que “no había parado de llover desde el siglo pasado”. La encerrona que habría de condenarlo finalmente.

“Estaba en su ataúd, listo a ser enterrado, y sin embargo, él sabía que no estaba muerto. Que si hubiera tratado de levantarse lo hubiera hecho con toda facilidad. Al menos espiritualmente. Pero no valía la pena. Era mejor dejarse morir allí; morirse de muerte, que era su enfermedad. Hacía tiempo que el médico había dicho a su madre, secamente: –Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo –prosiguió–, haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte. Lograremos que continúen sus funciones orgánicas por un complejo sistema de autonutrición. Sólo variarán las funciones motrices, los movimientos espontáneos. Sabremos de su vida por el crecimiento que continuará también normalmente. Es simplemente «una muerte viva». Una real y verdadera muerte...

De esos tiempos de condena surgió aquel, su primer cuento célebre y publicado: la tercera resignación, de 1947. Lo bueno de la literatura es que todo puede esconderse detrás de la tercera persona.

El hombre estaba seco por dentro, y sus textos respondían al tormento de habitar una ciudad afilada en tristeza y de estudiar una carrera de derecho que no le pertenecía, que en suma lo hacían querer suprimir la consciencia: «una muerte viva».


Las tres palabras fueron en ese orden: guerra, superstición y soledad, y se convirtieron de pronto, en ese mismo orden, en El coronel no tiene quien le escriba, La hojarasca y Cien años de soledad. Ningún título fue literario y ninguna trama fue retorcida porque sí, la imaginación nunca da para tanto. Todo fue obra de las tres palabras que tuvo tatuadas a fuego, pero con el fuego lento de una infancia y pubertad que no le dieron tregua.


Gabo entonces no es el artista endiosado en que lo convirtieron el Nobel o las ventas, sino el humano desamparado y triste, como todos nosotros, a todas luces muerto por dentro, en que lo convirtió su tiempo.


Del mismo modo, todos tenemos dos o tres palabras que nos angustian y atormentan, pero que desconocemos, y hasta no descubrirlas no aparecerá el artista aprisionado que cargamos dentro. El problema es cuándo. 


Resulta muy común en nuestro días, la filosofía y el cartelismo de la mente positiva, detrás de la cual hay puro optimismo ciego: recuerda siempre lo bueno y olvida todo lo malo, porque sí, porque todos lo hacen, porque es chévere (usted se acordará de aquel amigo en Facebook o Instagram que parece un rosario de frases motivacionales). Pero dar la espalda a los problemas de adentro es igual a intentar tapar el sol con un dedo, o lamerse el codo con la lengua.


El problema emergió cuando muchos dedos se juntaron, y lograron tapar el sol, o cuando una lengua ajena convirtió lo imposible en fácil. Eso pasa hoy: lo imposible de ignorar ahora resulta tan sencillo.


Era imposible ignorar vacíos. Ahora no sólo es fácil pasarlos por alto, sino también olvidarlos para siempre. La alegría hoy nos viene en forma de espejismo de fama, belleza, dinero, pareja, fiesta, droga, trabajo, internet (dígame usted si no está al tanto de al menos uno?). Y la alegría es eterna porque cuando uno de ellos no satisface igual, aún quedan otros refugios a la orden, de manera que la vida se nos va de un lado a otro, en un vaivén que toma todos los días y todas las noches; pero el fantasma sigue adentro, esperando.


Uno preguntaría ¿entonces a qué otra cosa puede uno aspirar en vida? Reconciliarse con su pasado, por ejemplo.


Pretender ignorar ese fantasma es jugar a ser suicida. Hay que escucharlo. Dejar de mirar hacia afuera, como se lleva haciendo tanto, y voltear la mirada. Hay que ocuparse con lo de la mente positiva, mandarla al traste, y trabajar con las heridas, pues el problema del optimismo ciego es que ignora la cuesta arriba de emociones que hay que recorrer para alcanzar la verdadera felicidad. 


Lo siguiente es cuestionar los hábitos de vida propios: la aprobación social de una selfie, el impulso por ser una figura pública, la necesidad de ser parte de la corriente. Es decir, conózcase. Entonces trabaje con lo que lo atormenta y lo obsesiona. Y haga algo con eso; conviértalo, como Gabo, en una historia que lo tuvo con un dolor de alma siempre.


(Si usted a menudo siente peso en el alma, es porque uno camina incómodo cuando tiene tanto mundo adentro por sacar).

Si no sabe por dónde empezar, sólo intente poner en palabras lo que da vueltas en su cabeza. Borges ya lo había dicho hace años: “uno debe ser fiel a sus fantasmas, deshaciéndose de ellos al escribir”. Y eso es, si alguna vez alguien lo pide, la definición sin muchos rodeos del arte: un intento (que no garantiza el éxito) por calmar la complicada existencia con uno mismo, y responderse por qué el misterio de la vida y el tormento de hacerse zancadilla siempre.

 

Contrario a lo que se cree, el arte no es patrimonio de los artistas, sino de la humanidad en general, triste y desamparada, seca por dentro. Las ficciones de Gabo son solo el reflejo de ese pasado tormentoso que al fin y al cabo es la vida de todos.

 

Y a usted lector, ¿qué dos o tres palabras le complican la existencia?

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